La ascensión del Señor


Galilea se convierte para los discípulos en una teofanía, en una experiencia en la que se les manifiesta Jesús que está vivo


Con la fiesta litúrgica de la ascensión del Señor entramos a la recta final del tiempo de Pascua, estos cincuenta días que cerraremos el próximo domingo con la fiesta de Pentecostés, la fiesta del Espíritu.

Indudablemente este año ha sido una cincuentena pascual distinta; en la experiencia de algunos cristianos, ensombrecida por el miedo, la incertidumbre y la tristeza que implica el encerramiento por la amenaza del coronavirus; en la experiencia de otros, estará siendo también una oportunidad de vivirla con mayor riqueza, porque precisamente el haberse detenido tantas actividades ha favorecido abrir las puertas del corazón al silencio, a la oración, a la lectura y a un más cuidadoso discernimiento.

Al leer el texto del evangelio les propongo fijar la atención en cuatro elementos que nos pueden servir como inspiración.

El primero nos ubica en el espacio donde Jesús resucitado había prometido a sus discípulos que lo habrían de ver, en Galilea, entendiendo que más que a un lugar geográfico hace referencia a un lugar teológico, es decir a una experiencia de fe. Galilea es la vida cotidiana de los discípulos, ahí donde estaba su familia, sus vecinos y sus labores. Así Galilea, que es la realidad cotidiana, se convierte para los discípulos en una teofanía, en una experiencia en la que se les manifiesta Jesús que está vivo.

El segundo elemento hace referencia precisamente a la experiencia de los discípulos en su encuentro con el resucitado, resaltando el evangelio dos actitudes: adoración y titubeo. Parece que en la vida cristiana, en nuestro encuentro con el Misterio, son dos actitudes que siempre van juntas. Dios es misterio por naturaleza. Nuestro corazón se siente atraído por Él, porque hemos sido creados para la trascendencia, pero siempre nos experimentaremos limitados para comprenderlo y para contenerlo.

El tercer elemento, que pareciera ser el centro de este texto, nos ubica en la experiencia bautismal: Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Este es el mandato fundamental que Jesús pone en manos de sus discípulos, la misión de hacer discípulos a los hombres y mujeres de todos los pueblos.

Pero, ¿en qué consiste el discipulado? Más que de una cuestión ritual o doctrinal, se trata de una experiencia de vida. Jesús revela que ser discípulos significa ser bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, es decir, ser sumergidos en el misterio del Padre, en el misterio del Hijo y en el misterio del Espíritu Santo, lo cual implica la parte sacramental, la parte catequética, pero sobre todo implica la parte existencial, en la cual el creyente se configura como hijo del Padre, redimido por el Hijo y habitado por el Espíritu Santo.

El cuarto elemento, en la parte final, es una esperanzadora promesa: Sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos. Esta es la certeza con la que caminamos los cristianos en la vida, la cual hemos de tener presente ahora cuando nos encontramos en el túnel de la pandemia. No estamos solos; en esta obscura travesía también él está con nosotros.

Oración

Jesús resucitado, contemplamos tu gloria al celebrar que, habiendo concluido tu misión redentora en la tierra, regresas al seno del Padre, pero a la vez permaneces entre nosotros, dándonos la fuerza del Espíritu que nos configura existenciamente como discípulos.



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